miércoles, 29 de enero de 2014

Ella y yo






Cuando miro atrás no recuerdo más que vagas manos de monstruos delicados en mis noches. El paisaje borroso de algún antro donde ahogaba tu ausencia en vasos de ginebra. Cruzar Madrid como quien cruza el infierno en un taxi fantasma, para volver a mi casa tras la furia. Un terror permanente que aún perdura al amanecer que inexorable siempre llega con su falsa promesa de futuro, con su luz de mierda que hace el mundo más hermoso; pero a mi ya no me engaña. Y me irrita que la luz arroje claridad sobre mis sombras, que me queme los ojos el sol de la mañana. El día me hace vulnerable a las miradas.
Recuerdo aquellas veces que en tu casa cerrabas las persianas al clarear del alba y yo me creía que la noche se había quedado a pasar el día con nosotros, para que siguiésemos amándonos como dos locos, borrachos y felices posponiendo la resaca. Deteníamos el tiempo a nuestras anchas y todo por aquel entonces funcionaba: fue nuestro verano glorioso, de jugar a ser dioses inmortales, rebosantes de poder y caprichosos.
También recuerdo que me desquicié intentando mantener ese orden inalterado, cuando se nos acabó el cuento y se habían agotado las ganas y los sueños. Porque no entendí nunca cómo pasamos tan de repente a ser insoportables el uno para el otro, a odiarnos como dos posesos alienados, nosotros que nos habíamos querido más que nadie. Y luego el perseguirnos e insultarnos. Tú con tu música hortera de feria de pueblo, y yo con mis poesías grotescas. Yo terminé de desatarme y empecé con la rutina de cerrar bares en los barrios más inmundos de la periferia, para estar lejos de los lugares conocidos, que me avergonzaban y me dolían como sal en las heridas.
Y en cambio, un día sin más tu y yo ya no existía y vinieron otros a compartir sus miserias con las mías, a quererme a su manera, a follarme mucho mejor de cómo tú lo hacías, a ser gasolina apagando el fuego, dioses griegos o animales de compañía. Y cuando no, fue por aquel entonces que si ese amor no me bastaba, descubrí que podía sedar mi hambre de vida administrándome sin necesidad de prescripciones un tratamiento alternado de diazepan y cocaína.
Recuerdo de esa etapa un jazz caliente, la fuerza que me recorría las venas, que se me tensaba todo el cuerpo y me sentía, más que nunca, violentamente viva e instantáneamente luego hundirme en un hermoso y reparador aturdimiento. Todo sin medida. Recuerdo que una vez lloré como una idiota al ver la luna. Que conocí y olvidé a miles de personas. Que vomité apoyada en un cajero toda mi pobreza. Que me entregué alma y cuerpo al último hijo de puta de mi anterior vida. Y sabía que se me estaba acabando de nuevo ese edén, como cuando amanece, como cuando apagan la música, como cuando en la cama él se corría, con una vagido conclusivo de animal, para luego en seguida darse la vuelta y dormirse como un tronco. Y yo me quedaba siempre a medias, despierta, con ganas de más.
Se cansó de mí al poco tiempo, y de pagar mis deudas, me imagino. Me echó una tarde de noviembre de su casa. Sin avisarme, sin darme nada, ni siquiera un beso o una palabra de despedida. Y hacía un frío de cojones cuando esa misma noche volví para llamar quince mil veces a su puerta, cuando le canté desde la calle a su ventana cerrada una canción que no recuerdo, que hablaba de gardenias, entre sollozos e insultos, sin que él me escuchara.
Me fui hacia ningún sitio con la cabeza como reventada, con a cuestas nada más que mi dolor, lancinante, indecible, que me ofuscaba la vista y mermaba mis fuerzas, atravesando a ciegas la ciudad y sus anónimos nocturnos, como si fuese un desierto de cenizas y de nada. Me tortura la imagen de yo débil, yo arrastrada, yo insignificante, rechazada. No sé cuanto tiempo anduve esa noche, extenuándome las piernas hasta el fallo. Cogí tanto frío que aún hoy cuando lo pienso se me congelan las orejas y el aire en la nariz. Sólo recuerdo que llegué a algún sitio de la mañana y me enrosqué sobre mi misma como un gato, sin fuerzas para seguir deambulando. Y en el fondo inconscientemente sabía que si paraba era el final para mí, detenerse para dejarse morir. Quizá me quise dormir demasiado profundamente. Quizá me habría despertado siendo otra, libre del recuerdo, en otra vida, una ardilla, un pajarito, un delfín…
(Son insondables e infinitos los lugares de los sueños. Mas allá de las fronteras del dominio del espacio-tiempo.)
Y sin embargo desperté siendo la misma, a los cuatro días; las sábanas azules de una cama de hospital, un tubo metido muy adentro en la nariz por el que transitaba un líquido denso y negro del que ya se había llenado casi hasta arriba una bolsa de plástico a mi derecha. De modo que así lo habían hecho: me habían sacado la muerte del cuerpo gota a gota para luego arrojarla muy lejos.
Me giré a la izquierda y vi mi mano dentro de otra mano. Y cuando levanté lo ojos le vi sentado a él, a mi lado, me miraba despertarme con sus ojos transparentes y la emoción del que observa la vida florecer tras la nieve del invierno. Se quedó a mi lado todo el tiempo, sin soltarme la mano ni un momento. Me contó tantas historias y yo  no escuchaba sus palabras sino feliz sólo el timbre de su voz llenar las horas de belleza, como tanto tiempo atrás. Él era un ser hermoso; recuerdo que cuando hacíamos el amor sembraba miles de diminutas flores blancas en la tierra yerma de mi alma. Me quiso demasiado, su amor era limpio, sincero y enorme, insoportable para mi que entonces me detestaba profundamente. Todo esto fue antes que todo, antes de que empezara la caída que habría culminado en esa cama en la que me encontraba, antes de votar mi vida al desenfreno, y éramos casi unos niños. Me dijo que jamás me habría dejado y ahí estaba, tan cerca como entonces, como si todo hubiese permanecido intacto, inalterado por el tiempo.
Su presencia selló el vacío y fue remedio para el dolor sordo de esos días en los que sin él me habría perseguido el recuerdo de la angustia. Y me dejó su presencia silenciosa en mi mano al irse, cuando fue el momento y yo le dije que se fuera. Tantas veces le había fallado, tantas veces le vi sufriendo, cuando el demonio salvaje que habitaba dentro de mí se hacía patente. Yo sabía que no se habría borrado nunca de sus ojos la imagen de yo rompiendo a puñetazos las ventanas de mi cuarto y celebrar la destrucción bailando descalza encima de cristales rotos; ignorante o indiferente a su dolor, matando su belleza poco a poco, sin darme cuenta. Se fue sin hacer ruido, como entonces, lleno de amor y de amargura, y para siempre.
Y desde ese día ya no he vuelto a ser del todo, voy siendo como a medias.
Desde ese día ella no ha dejado de andar sin rumbo. Atraviesa la ciudad como una sombra, a veces va torcida y cojeando. Dicen que se jodió la pierna izquierda saltando de un balcón, por no pasar por el umbral de una puerta. No habla nunca pero si se te acerca no la escuches, ay de aquél que oye su canto. Hay quien piensa que desciende de las sirenas que embrujaban a los hombres de los barcos, si la escuchas te llevará con ella a su naufragio. Se entrega libre a la intemperie, le gusta quemarse en el asfalto hirviente del verano y los charcos crapulosos en el hielo del invierno. No está viva, ni tampoco muerta. Anda huyendo de la vida, sepultando en la basura su pasado y esquivando su futuro y las miradas de la gente. Devora el tiempo como fuego, quema cada instante del presente, del mismo modo que quema la plata con el chino, inhalando el humo de las horas y los fantasmas de su mente. Vive así, animal famélico y peligroso, presencia intermitente de los suburbios. Algunos dicen que nunca duerme. Sus orejas son sordas a comentarios, insultos  o juicios, pero ríe del que la compadece, pues sufre su condición de humana miseria, mientras que ella eligió libremente arrojarse a la calle y al sinsentido, y languidece en el gozo mefítico de ese destino miserable.
Es bicho despreciable, espectro de mujer, medio bruja silenciosa, loca, amenazante, habitadora de los límites, a su modo poderosa.
Cuando voy andando por la calle a veces me la cruzo y ella me planta por un instante sus ojos negros de bestia furiosa, ojos enormes de perra callejera se me clavan escupiéndome nsu rabia y sus reproches. Tengo miedo de que aparezca detrás de cualquier esquina esperándome para arrancarme la cara de un mordisco, para romperme la cabeza en el bordillo o arañarme la piel hasta que sangre.
Tengo miedo porque sé que entonces yo no podré defenderme ni proteger mi cuerpo de su furia. Recibiré pasiva su violencia.
Recibiré sus vejaciones en silencio y lo haré porque yo ya sé que yo soy ella. Ella vivió dentro de mi por mucho tiempo, antes de arrojarse por mi balcón a la intemperie, el día que le dije que la odiaba.
Entre las dos yo soy la mentirosa y la cobarde, ahora solo cuento sus historias convertidas en leyenda, como si no fuesen las mías. Me aterra reconocer que ella me falta y que la añoro en mi, reina tirana y loca. Me aterra pensar que jamás volveré a sentir lo que sentía con ella, asomarme a los abismos de lo incierto, reconocer el vértigo vital. Me aterra desear que vuelva. Ella solo va donde es bien recibida.

Foto de Claude Cahun

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