martes, 14 de enero de 2014

Mi Generación



He pertenecido al silencio.
Me he ahogado en gritos que no salen,
en palabras que no existen.
Ni paráfrasis existen
que sirvan para explicar nuestra Angustia.

Somos hijos de la Historia:
vivimos en una generación todas
las generaciones que nos precedieron aquí
en esta tierra humillada.
Esclavos de la memoria.

He crecido entre las sobras
de la ciudad siempre despierta,
compulsiva en todas mis conductas
-porque el entorno nos conforma-.
La ciudad me hizo ciega a la luz
y sorda al sonido,
de tanto ruido y tantas farolas, fanales
de coches en procesiones infinitas.
Lluvia sucia en el asfalto hirviente
vapor y humo.
La ciudad arde,
se retuerce en la contradicción 
en el velado nexo
entre el patológico exceso
imperio del consumo-
y el defecto de valor,
postergado hasta la anulación
por el imbatible binomio
mercancía-precio.

Nosotros somos masa informe en el crepúsculo
jóvenes cáusticos y hambrientos
deprimidos espectros demacrados
avanzamos vencidos 
hacia destinos inciertos.
Vestimos la identidad reglamentariamente convenida
del estereotipo que mejor nos calza.
Y procedemos impulsados
por una única fuerza
que no es la nuestra:
inextinguible y lenta
la Ley de la inercia.



(-No sé amar,
nunca nadie me ha amado.-)



Cuando nacimos
el amor ya había sido reducido a execrable perversión
por los medios y el consumo.
Nos contaron todas las historias,
nos atiborraron de caramelos hiperedulcolorados
con forma de corazón, 
dulces, irresistibles.
Yo creo que llevaban una sustancia que no se digiere.
La sustancia de las chucherías industriales
es la misma que la de la mistificación
los clichés,
de hecho se nos ha quedado ahí
pegada a las paredes del estómago,
desde hace años y para siempre.

Condición humana:
precariedad extrema.
Yo no pienso en mañana
nunca quiero que llegue.
Estiro el presente,
me refugio en el limbo de la ebriedad y la noche
a salvo del tiempo,
en los rincones inexpugnables del sueño.
Pero mañana llega
siempre
sistemáticamente,acompañado de la habitual sensación de náuseas
somatización –me figuro
del vértigo existencial.
Así es que yo empiezo mis días 
lanzándome al vacío
desde la ventana de mi cuarto
abismo negro que es más negro
que el núcleo de una célula de sombra,
a pesar de que amanece.
El clarear del horizonte anuncia
el nacer de un nuevo día. 
Futuro:
salto al vacío.

Pero entonces
desde la nada,
infalible
me recoge la inercia entre sus brazos.
Templado abrazo de la repetición,
seguridad de la costumbre incrustada.
Piloto automático.
(-Duerme-).
Y es que el desarrollo de la tecnología nos hace la vida más fácil,
eso dicen.
Ya no hay vértigo y se ha cerrado la ranura
antes abierta hacia la nada.
Arrullada por la monotonía me sosiego.
Se va el miedo porque no hay
lugar para el miedo
en la dinámica de nuestro tiempo,
ritmo invariable y frenético de acciones automatizadas.

Gracias Señor
por dar un sentido a nuestras vidas.
Gracias Señor por la Ciencia y la Técnica
-portentosas, salvíficas-
alienada me siento mucho mejor:
produzco y olvido.
Soy parte de algo
y en ese algo 
encuentro mi Yo.

El Dios tradicional
de compasión y perdón
había muerto ya el siglo pasado.
Asistimos, en nuestra época, 
a la reformulación de la religión:
inesperadamente recuperada la Metafísica aristotélica,
presenciamos el perfilarse de un Dios-motor
gran máquina todopoderosa
infinita propulsión.
Y también se modifica el culto
los rituales de la fe.
No creemos sin ver, saber, 
ni amamos ya
la presunta infinita luz de un ser trascendente
pero cercano (al fin y al cabo),
casi humano 
o demasiado humano.

Ya no.
Ahora sencillamente 
nos hallamos 
ante la actuación ilimitada 
de una divina Fuerza.
Entidad total, autocreadora 
eterna
que mecánicamente rige
todo lo que en el mundo acontece.
El nuevo Dios ordena el cosmos,
libera al fin al hombre de la pregunta por las causas.
Dios simplificador
allanador de diferencias,
sin esfuerzo barre
la vieja cuestión del libre albedrío,
nos exime de por qués
y despeja la fastidiosa niebla
inhibiendo cualquier posible duda
entorpecedora en el sistema
impecable, preciso
de todo el devenir.

Y así es,
ya que yo sólo funciono
si no dudo
si no sufro
no siento
no escucho
no entiendo
no espero.
No me asedia la Angustia 
si no espero
nada.
Nunca nada.
Si no creo 
en nada.
Y de este modo rotas 
las cadenas, los vínculos,
las esposas de la moral,
los grilletes de la esperanza
la vana idea 
de una identidad personal,
así soy libre.
¿Libre?
Libre forma fluctuante
desanclada, apática, pasiva,
invertebrada.
Vacía.

Nada quedará de mí
tras mi muerte.
Una piedra mísera. Ni una huella.
Ni un recuerdo.
Pues la memoria cada día se nos acorta gradual 
inexorablemente.
Me llorarán dos o tres veces cada uno
(para guardar el protocolo)
y luego olvidarán.

No nos enseñaron a afrontar el dolor.
Nadie nos explicó cómo sufrir,
soportar el peso de una cruz,
sentir la pena.
Olvidamos, huimos, no afrontamos
nos anestesiamos.
Al primer atisbo de frustración
acudimos precipitados 
al especialista plurilicenciado 
más cercano
-Doctor, prescríbame algo para este malestar tan raro-
-Dígame, ¿dónde le duele?-
-¡No lo sé! No lo entiendo. Es algo…dentro…-
En nuestro tiempo es legítima y celebrada
pregonada a diestro y siniestro la narcosis.
La vía de acceso -rápida y fácil-
(y por un módico precio) al bienestar
es la enajenación.

Y sin embargo,
sin embargo nosotros intuimos
en este silencio
en lo profundo
el palpitar de nuestra sangre en las venas.
Sin embargo vislumbramos instantes
fugaces
de comprensión absoluta entre dos cuerpos,
de belleza vibrante
en miradas que se cruzan
o en el roce fortuito de una mano.



No hay desesperación sin un resquicio de esperanza.



Imperceptible casi
pero incendiaria,
hay una grieta que se abre
en el cemento armado de nuestras vidas.
Y ahí,
tras el cemento,
-de la hendidura surgen destellos-
se halla,
constreñida,
toda nuestra fuerza.
Latente y poderosa.
Pura
mas ceñida por un muro inexpugnable.

En nuestras noches en blanco,
(esa soledad aterradora de las noches)
noches en las que nos invade
-bruja de hielola Angustia,
nosotros
desarmados, débiles
odiamos y 
al mismo tiempo con todas nuestras fuerzas 
nos aferramos a esa grieta,
único vestigio de humanidad
(ineliminable)
que nos queda.

Me ocurre algunas veces
que la lucidez me agota:
el discernimiento es extenuante.
En un segundo mi mente 
se convierte en cascada
imparable de libre 
pensamiento
-nuevo,
transparente-.
Y entonces, de repente,
caigo rendida a la dulzura 
embriagadora
cálido y familiar útero materno
de la inconsciencia

Torpemente manifestamos
nuestro desacuerdo.
(Reivindicaciones confusas, 
quimera borrosa)
Abrimos vías nuevas
con los medios limitados
los que tenemos
Somos héroes insectiformes
extravagantes soñadores
inconscientes
por las calles
locos
sin medida
borrachos lamentables
sin mañana
sin creencias
sin respeto a la vida
ni prudencia
sin experiencia
quemamos los días
quemamos
a cada paso
enteras avenidas
en nuestro avanzar
ciego
Dejamos la marca de fuego
del desenfreno que
nos enciende, al quitarnos el velo.
En cortejos
de ojos
(¡despiertos!)
que ven y
se deslumbran
cuando miran el cielo.

Y tantos nos perdimos…
nos perdemos.
Desgastamos los frenos
inhalando el gozo de la 
imposible desmesura.
Y no era más que un querer
acceder a la fisura.
Volver a nacer,
reconquistar lo que es nuestro
el ser que no somos
que nos es negado, 
que nunca fuimos
que anhelamos.

No sabíamos
no pudimos.
Nos perdimos.
Éramos ingenuos adolescentes
famélicos
-solos-
sin nada que perder en el intento.
Éramos niños perdidos
arrojados de la nada
a la ciudad implacable.
Sin un ancla
sin un faro,
sin perspectiva alguna de futuro
y un pasado ancestral y polvoriento,
un pasado que pesaba demasiado 
sobre nuestra espalda diminuta.
Fue una carga injusta
impuesta por la Historia
y que nosotros jamás 
sentimos como nuestra.

Huérfanos del antes y el después
encontramos un amparo en la inconsciencia.
Fuimos hijos adoptivos de la Urbe.
Ella nos enseñó todo
y rápido aprendimos.
Aprendimos a vivir en la ciudad y a ser como ella,
a funcionar a su compás,
a construir refugios de acero y asfalto
y a deslizarnos como sombras
por las calles
a ser una extensión de nuestra madre,
confundirnos en su geometría.
Encajar, uniformarnos, envilecernos.
A no desentonar.

Ya adolescentes experimentamos
en silencio
la fractura:
ese algo que me falta indescifrable
nos acuciaba tácitamente.
Y nosotros huíamos de la sujeción 
a nuestra madre tirana…
En las noches de verano nos escondíamos
ebrios por la excitación,
en los pinares de la periferia
Descubríamos la risa
febrilmente
bebíamos las primeras gotas de pasión.
Experimentábamos la vida.
Empezamos a violar todas las reglas
-ingenuos, candentes-
finalmente 
rompimos el silencio
y cantamos en la noche una canción 
que todos sabíamos sin saberlo.
Nuestro canto se elevó 
inmemorial y poderoso
hizo temblar los árboles,
innumerables flores blancas 
brotaron del suelo yermo.

En nuestra inconsciencia habita la consciencia
que en nosotros la Historia ha sembrado,
esta Historia cuyo hombre no tiene ya
más que las heridas
siempre abiertas
de la memoria.
Y ya quizá no nos quede otra elección
más que ofrecer a su sed de justicia
la fuerza de nuestro eterno presente de felicidad,
y a la luz de un tiempo que comienza
la luz de quienes son
lo que aún no saben,
y quizá nunca sabrán.








                                                                                                                     A mis amigos, todos ellos























No hay comentarios:

Publicar un comentario